domingo, 7 de junio de 2009

EPILOGO

E P Í L O G O


Existe una cierta tentación, al mirar sobre la historia de la ciencia, a hacer la suposición de que las ideas científicas que para nosotros hoy día son muy relevantes y de gran importancia, siempre lo fueron así, y una inclinación a pensar que aquéllos que se opusieron en algún momento a teorías como, por ejemplo, la Teoría Heliocéntrica o la Teoría Atómica deben haber estado reprochable e irremediablemente ciegos. La tentación a pensar de ese modo es digna de, y merece, ser evitada; y puede ser evitada si mantenemos bien claro en nuestras mentes que una teoría científica es valiosa en la medida en que puede explicar los datos conocidos, sugerir y llevarnos a diseñar y conducir nuevos experimentos, ayudar a los principiantes a aprender y aprehender el campo de conocimiento sobre el que versa y ajustarse a ciertos cánones, como el llamado “Navaja de Occam” -el principio que dicta que las entidades hipotéticas en una teoría no deben multiplicarse innecesariamente y su número debe mantenerse al mínimo en lo posible. Una teoría que en un momento dado provee explicaciones satisfactorias sobre los fenómenos que naturalmente caen dentro de su campo de acción sin el uso de hipótesis innecesarias, y que sirve de guía útil tanto en el laboratorio como en el salón de clases, puede, en otro momento, ser considerada como insatisfactoria por razones científicas o filosóficas.
En el siglo XX, y en el nuevo siglo que recién comenzó (en 2001), la teoría atómica ha sido, y es, de valor incalculable; pero, de aquí no se sigue que también en el siglo XIX fuese así y que no fuera rivalizada, tanto en potencia como en economía, por otras teorías de la materia como por ejemplo la que postulaba y defendía la continuidad de la materia. De hecho el siglo XIX se caracterizó, desde el punto de vista científico, por una frenética lucha y una enorme pugna entre teorías rivales sobre la constitución última de la materia. Los cien años que siguieron a la publicación de la Teoría de John Dalton (publicada en dos partes en los años 1808 y 1810) se distinguieron por la gran controversia que, entre los miembros de la comunidad científica, levantó la presentación de tal teoría. Esos cien años, de 1810 a 1910 más o menos, resultaron ser un período de gran incertidumbre para el desarrollo y el final establecimiento de la Teoría Atómica.

Estos períodos de incertidumbre y controversia parecen ser tan característicos en la historia de la ciencia como lo son aquellos otros en los que se verifica un estallido de actividad en el cual un cierto número de científicos construyen unos sobre los resultados de otros para producir un progreso estable y relativamente rápido de la ciencia en un corto período. Ejemplo de un período tal, es el período durante el cual surgió y se desarrolló la física atómica, el cual se extiende desde la presentación del trabajo del físico inglés J. J. Thomson en 1897, describiendo sus mediciones de e/m (i.e., la llamada “razón de la carga a la masa”) para los muy enigmáticos, en ese entonces, rayos catódicos, hasta el descubrimiento del neutrón realizado por el físico americano J. Chadwick apenas treinta y cinco años después (1932). En cambio, el período en el cual se desarrolla y se establece la Teoría Atómica de Dalton, durante el cual los químicos vinieron a darse cuenta de que sería ventajoso tener una teoría científica de la materia y que el único candidato real para esto era precisamente la teoría atómica, es uno en el que el progreso fue de tipo altamente dialéctico y mayormente incidental. Para la fecha en que todos los químicos vinieron a aceptar por fin la teoría atómica, ésta era una teoría muy diferente de aquélla de los primeros atomistas daltonianos. En vez de átomos de hierro, de hidrógeno y así sucesivamente, tipo bolas de billar (como al principio), las entidades básicas pasaron a ser protones y electrones, los cuales en arreglos diferentes, se unían para formar todos los variados tipos de elementos químicos, de los cuales, a su vez, estaban formados los compuestos químicos. Y con el gran progreso de la química en el siglo diecinueve, y su creciente unión y su cada vez más estrecha relación con la física, las demandas que se le hacían a la teoría atómica en 1910 eran muy distintas de las que se le hacían en 1810. Había ahora mucho más que explicar; y muchos de los nuevos fenómenos, como el del isomerismo, podían ser fácil y satisfactoriamente explicados en términos del atomismo y sólo de una forma escabrosa e insatisfactoria sobre otros presupuestos y suposiciones. El embate y asalto final sobre los partidarios de las teorías no-atomistas lo constituyó la explicación en términos atómicos del llamado Movimiento Browniano. Este golpe final vino de la mano de prestigiosas figuras como el físico francés Jean Perrin (1870-1942), por el lado experimental, y del extraordinario físico alemán (de origen judío) Albert Einstein (1879-1955) por el lado teórico, entre otros. De este golpe, los no-atomistas, ya nunca pudieron recobrarse.
Es meritorio sacar el polvo de encima de esta controversia ya muerta por varias razones. Nada que haya logrado cautivar los talentos y las mentes de científicos tan eminentes como los que están representados en la serie de selecciones que se estudiaron -sacadas de algunos de los artículos originales- merece ser olvidado; y en una época de historicismo, en la que prevalece la creencia de que el curso de la historia es de cierta forma necesario, es saludable que recordemos que, para algunos de aquellos mejor cualificados para emitir un juicio, una teoría no-atómica de la materia sobre la que se pudieran fundamentar la química pareció una gran posibilidad durante el siglo diecinueve. Además, uno quizá puede aprender más acerca de cómo trabaja la mente del científico estudiando tanto sus perplejidades como sus éxitos.

Ha sido un dictamen del atomismo, o “filosofía corpuscular”, de Robert Boyle (1627-11691), Isaac Newton (1642-1727) y de sus seguidores, que todas las cosas están compuestas de partículas o corpúsculos de la misma clase o materia. Diferentes aglomeraciones de dichos corpúsculos constituyen las variadas substancias que se encuentran en el mundo. Las reacciones químicas vienen a ocurrir entre estos agregados de las partículas últimas; pero, no hay razón alguna, en principio, por la cual bajo condiciones más rigurosas, estas partículas últimas no puedan ser reagrupadas o reordenadas de otra forma, de suerte que un elemento químico pueda ser transformado o cambiado en otro diferente. Para un newtoniano, la llamada transmutación de un elemento en otro no era un proceso misterioso que envolvía la supuesta y elusiva piedra filosofal, sino sólo un cambio químico a un nivel más profundo que produciría un reagrupamiento más radical de las llamadas “partículas primordiales”.

La teoría atómica propuesta por Dalton, difiere de la de Newton, y aun de la de otros, en que postula la existencia de distintos tipos de átomos; uno para cada uno de los distintos elementos químicos. Un átomo de hidrógeno, por ejemplo, era para Dalton indivisible e irreduciblemente diferente de un átomo de oxígeno o uno de hierro; aunque al usar el término “átomo” al hablar de substancias compuestas, como el dióxido de carbono, dejaba abierta la posibilidad de que algunas substancias conocidas, y pensadas como elementales en su época, pudieran eventualmente resultar ser compuestas en realidad. Aun así, Dalton no pensaba que en el futuro, todos los elementos serían eventualmente hallados como compuestos a su vez de una sola y única materia prima común a todos ellos. Pero un contemporáneo suyo sí pensaba algo parecido; el médico de origen inglés William Prout (1785-1850). Para Prout, y sus seguidores, los átomos de los elementos químicos no son indivisibles en principio; sólo son partículas, o conglomerados de partículas, que no se dividen en las reacciones químicas. Si un pedazo de hierro, o incluso de una substancia compuesta, fuese dividida repetidamente una y otra vez, al final se alcanzará el “átomo químico” el cual todavía mostraría las características o propiedades que distinguen la substancia en cuestión de cualquier otra; ahora, si éste fuese dividido a su vez, los productos que se obtendrían de la división serían cualitativamente diferentes de la substancia química original. En el caso del dióxido de carbono, los productos serían oxígeno y carbono; en el caso de un elemento químico el producto sería hidrógeno o alguna materia prima más simple. Como vemos, esto no estaba muy lejos del punto de vista de los defensores de la filosofía corpuscular mencionada antes.

Para Newton y sus seguidores, los argumentos utilizados en defensa de su punto de vista eran de naturaleza analógica y cualitativa; y si nos mantenemos apegados a los filósofos de la ciencia que declaran que una proposición no puede ser considerada como científica a menos que pueda ser empíricamente contrastable y falsable, entonces la creencia corpularista de una materia prima en el mundo viene a ser un asunto más de pura metafísica que de ciencia. Fue precisamente Prout quien tuvo la fortuna de proponer una versión cuantitativa y contrastable de la doctrina corpuscular; y como muy bien puntualizó J. J. Thomson, la parte falsable de la hipótesis de Prout fue en verdad falsada. Prout propuso que los pesos atómicos de todos los elementos resultarían ser, y se hallaría que son, múltiplos enteros del peso atómico del hidrógeno; y que el hidrógeno, o un componente de él podría ser la llamada “materia prima” de la cual estarían compuestos todos los átomos de los distintos elementos químicos. Los intentos realizados por los químicos del siglo dieciocho de convertir a la química en una ciencia cuantitativa basados en las fuerzas de afinidad entre los átomos -siguiendo el modelo de la física de Newton- se fundamentaron en la inexactitud de las mediciones calorimétricas y eléctricas. Y fueron precisamente el químico y físico J. Dalton (1766-1844) y el químico francés J. L. Proust (1754-1826) quienes abrieron otra vía al insistir sobre la posibilidad de usar en cambio, como medio de cuantificar la química y dotarla de un carácter más científico al hacerla más contrastable, las proporciones definidas en la que los elementos se combinan, y urgieron, y como dijimos, insistieron, en la necesidad de que se determinaran los pesos atómicos a tales efectos. De ahí la urgente necesidad de determinar los pesos atómicos de los elementos. La hipótesis de Prout dio mayor ímpetu a esta versión de una química cuantitativa puesto que una contrastación experimental de ésta parecía no ser demasiado difícil de lograr, y prometía arrojar luz sobre una cuestión que por mucho tiempo había confundido y embrollado a tantos.
Por lo dicho hasta aquí, huelga añadir que debemos evitar la implicación de que la teoría atómica fue revivida por John Dalton. Las teorías atómicas de la antigüedad, que tienen su origen en algunos filósofos de la Grecia Antigua como lo fueron Demócrito, Leucipo y Lucrecio entre otros, fueron revividas en el siglo diecisiete, y para el 1700 casi todos los científicos en Inglaterra, por ejemplo, eran resueltamente atomistas. Una formulación de la teoría atómica a la que los hombres se adhirieron tanto en el siglo dieciocho como en la primera parte del siglo diecinueve fue precisamente la de Newton, quien declaró en su libro titulado Opticks que parecía probable que Dios hubiera en el Principio creado átomos tan duros tal que éstos nunca pudieran romperse o desgastarse, y que todas las cosas que nosotros vemos están compuestas de dichas partículas. Pero, hasta el siglo diecinueve la teoría atómica, como hemos dicho, había provisto sólo explicaciones en principio; no estaba lo suficientemente detallada como para ser comprobable o contrastable como debe serlo toda teoría estrictamente científica, y no era lo suficientemente poderosa al momento de guiarnos hacia, y en los experimentos.

El objetivo de una teoría atómica es explicar las variadas y complicadas propiedades de las cosas, mostrando que éstas se siguen o se deducen del presupuesto de la existencia de átomos cuyas propiedades son relativamente simples y que son capaces de ser organizados de varias maneras. Los átomos de la “filosofía corpuscular” de los siglos diecisiete y dieciocho eran verdaderamente muy simples. Estaban todos compuestos del mismo material, llamado “materia”, y diferían sólo en forma y tamaño. Varios arreglos de estas partículas formaban las unidades más grandes las cuales, a su vez, componían las distintas substancias que encontramos en el mundo. Para un científico del siglo diecinueve, como el eminente químico inglés Humphry Davy (1778-1829), era obvio que la autoridad de los corpuscularistas apoyaba la conclusión de que los elementos químicos estaban hechos de arreglos diferentes de un muy reducido grupo de tipos de materia prima.
La filosofía corpuscular no había llevado a predicciones detalladas o explicaciones satisfactorias y fue criticada por personas como Georg Ernst Stähl (1660-1734), proponente y defensor de la llamada teoría del flogisto, y el gran químico francés Antoine Laurent Lavoisier (1743-1794), quienes decían que las teorías sobre la materia eran probablemente de naturaleza metafísica, y ciertamente de poco valor para la química. Por ejemplo, Lavoisier escribió: “Si por el término ‘elemento’ queremos expresar y significar los átomos simples e indestructibles de los cuales la materia está compuesta, es extremadamente probable que no sepamos nada sobre ellos.” Según Lavoisier, los químicos deben aplicar el término ‘elemento’ para significar “el último punto al cual el análisis es capaz de llegar”; ellos, por un lado, no están en posición de afirmar o sostener que tales elementos están realmente compuestos de átomos genuinos, como tampoco, por otro lado, se debe suponer que son complejos o compuestos de algo más simple sin evidencia experimental que sostenga tal suposición. Mientras que los corpuscularistas daban la unidad y simplicidad de la materia por hecha, Lavoisier urgía a los químicos a reconocer los límites del conocimiento científico.

Pero al comenzar el siglo diecinueve, la distinción entre el “átomo químico” y el “átomo físico” estaba todavía por delante. En los textos químicos publicados alrededor de 1800, la filosofía corpuscular era todavía usualmente presentada hasta cierto punto; y sería justo decir que, en general, los científicos la tomaban como dada y que el mundo estaba hecho de átomos. Varias fuerzas entre estos átomos o corpúsculos se describían en los textos de química. Se hablaba de la “atracción de agregación” la cual se encargaba de mantener unidas partículas o átomos del mismo tipo o clase como en los sólidos y líquidos; y de la “atracción de afinidad”, la que era responsable de mantener unidas las partículas de distinto tipo o disímiles en los compuestos químicos. Las reacciones químicas ocurrían cuando la atracción de afinidad entre las partículas de los reactantes excedía sus respectivas atracciones de agregación. La teoría corpuscular era incapaz de dar cuenta de la fenomenología química en una forma que no fuese meramente general; pero no hacía daño creer en ella, y al fin y al cabo había recibido la aprobación y el visto bueno de, para entonces enormemente famoso, Isaac Newton. Los químicos tenían mucho cuidado de utilizar el término “atracción” en la forma en que Newton lo utilizaba, i.e., en una forma meramente descriptiva y no precisamente explicativa. Esperaban ellos que la química siguiera los pasos de la astronomía; que cuando hubiese suficientes datos acumulados y organizados, un Kepler surgiría y calcularía las leyes empíricas de la combinación química, y que un Newton le seguiría e iría tras estas leyes y descubriría los principios generales sobre los cuales las atracciones químicas dependen. La química dejaría entonces de ser una mera colección de datos, y se convertiría en una ciencia matemática y exacta.

La teoría atómica de Dalton cambió todo esto. Dalton utilizó su teoría atómica en su trabajo sobre la mezcla de gases; y la tomó suficientemente en serio como para aplicarla en la explicación de las leyes de la combinación química en proporciones definidas, múltiples y recíprocas. Estas leyes habían sido establecidas sólo recientemente. Cuando dos elementos se combinan químicamente para formar un solo compuesto, siempre lo hacen en una razón por peso fija. Cuando dos elementos forman dos o más compuestos, siempre hay entonces una razón numérica simple entre los varios pesos de combinación que de un elemento se combinan con cierto peso dado de otro. Y si “x” gramos de un elemento se combinan con “y” gramos de un segundo, y si los mismos “y” gramos del segundo elemento se combinan con “z” gramos de un tercero, entonces, si se pudiera hacer que el primer y tercer elementos se combinen químicamente, veremos que “x” gramos del primero se combinarán con “z” gramos del tercero. La explicación de Dalton de estas leyes empíricas, referentes a la combinación química entre los elementos, se basaba principalmente en alegar, o asumir que (aparte de la existencia de los átomos) cada elemento está constituido de numerosos átomos idénticos entre sí, y asumir y visualizar la reacción de síntesis química como la mera unión entre pequeños números de tales átomos. Él propuso una serie de reglas sencillas (pero obviamente arbitrarias) para guiar a los químicos en la determinación del número de átomos que de cada elemento hay en un compuesto. Si sabemos de una sola combinación química entre dos elementos, entonces este compuesto debe asumirse, siguiendo el razonamiento de Dalton, como que consiste de un átomo de cada constituyente; y en general, las fórmulas más simples son las que deben utilizarse. Con la ayuda de estas reglas fue posible calcular los pesos atómicos relativos de muchos de los elementos conocidos en la época. Así las cosas, el llamado “átomo compuesto de agua” (i.e., la partícula fundamental de agua, aquélla última partícula de agua que retiene las propiedades que caracterizan al agua), por ejemplo, debía contener, y estar formado por la unión de, un átomo de hidrógeno y uno de oxígeno; y puesto que el agua contiene una parte por peso de hidrógeno, y siete de oxígeno (según los números no muy precisos de Dalton), si le asignamos el peso unidad al átomo de hidrógeno, el peso atómico relativo de un átomo de oxígeno sería siete.

En las manos de Dalton la teoría atómica comenzó a ganar cierta importancia en la química; y hasta hubo discusiones respecto de si él era el Kepler, el Newton, o quizás el Descartes de la química. Un efecto de esto fue que, mientras para el año 1800 todos los químicos eran, probablemente, atomistas, en 1815 muy posiblemente, sólo una minoría lo era. La teoría de Dalton no parece haber producido sensación ninguna en su primera aparición -después de todo, Davy se hallaba fundando las bases de la electroquímica y descubriendo el sodio y el potasio al mismo tiempo- pero de una vez recibió un apoyo sustancial proveniente de las investigaciones que llevaban a cabo químicos reconocidos de la talla de William H. Wollaston (1766-1828) y Thomas Thomson relacionadas con los oxalatos. Estos experimentos confirmaron las leyes de la combinación química que Dalton se había propuesto explicar. Unos años más tarde Thomson llamó la atención hacia la teoría en la revista (“journal”) que acababa de fundar, Annals of Philosophy; Wollaston la utilizó para dar cuenta de las formas de las substancias cristalinas; y Jöns J. Berzelius (1779-1848), quien se convertiría luego en el más celoso defensor del atomismo pero que todavía en esta etapa no estaba muy convencido, propuso la notación que actualmente se utiliza en la química para sustituir el sistema casi jeroglífico propuesto anteriormente por Dalton.

Thomson y Wollaston laboraron para convertir al atomismo a Davy, quien de muchas maneras era el químico más relevante de la época,; pero, el éxito fue estrictamente limitado. Davy aceptaba las leyes de la combinación química, pero rechazaba ir más lejos. Y en 1814, incluso Wollaston se echaba hacia atrás. De ahí en adelante se opuso a la teoría atómica en la química, aunque incluso escribió un artículo en el que trataba de probar la existencia de los átomos en un sentido físico. Él era famoso por su cautela y precisión en las medidas; y parace haber percibido que la teoría atómica envolvía demasiadas hipótesis que no eran, a fin de cuentas, estrictamente necesarias, ni tampoco útiles. En 1814, la teoría atómica sólo explicaba las distintas leyes de la combinación química, y había llevado a calcular algunos pesos atómicos relativos. Pero, pesos similares, llamados por Wollaston “equivalentes” podían ser derivados sin hacer uso de más hipótesis si uno toma las leyes de la combinación química como dato, y simplemente calcula qué pesos de varios elementos se combinarían con un cierto peso dado de oxígeno. Algunos elementos tienen más de uno de tales equivalentes; pero, los diferentes equivalentes están siempre relacionados a través de una razón simple. Por lo tanto, no es necesario hacer o asumir ninguna hipótesis respecto del número de átomos en un compuesto, ni mucho menos utilizar las llamadas ‘reglas de simplicidad’ de Dalton que eran total y esencialmente arbitrarias. Escoger al oxígeno o al hidrógeno como la base de tal sistema no tenía ningún significado especial, ya que los pesos, sean atómicos o equivalentes, eran siempre relativos; hidrógeno era el elemento más liviano, pero el oxígeno era más reactivo, y además ocupaba en la química una posición central especialmente después del trabajo de Lavoisier.
La posición de Wollaston fue tomada y aceptada de forma amplia y general. La mayoría de los autores de libros sobre química, especialmente los de texto, que se escribieron en los próximos cincuenta años, honraban a Dalton por su teoría atómica pero recomendaban una forma de ésta desprovista de toda hipótesis; en otras palabras, una teoría basada en las leyes de combinación química y los pesos equivalentes basados en éstas. Cuando Dalton recibía, unos veinte años más tarde a partir de la fecha de publicación de su teoría, una medalla de parte de la Sociedad Real de Londres, fue la interpretación de Wollaston la que se siguió en el discurso de premiación que Davy, a la sazón Presidente de la Sociedad Real, pronunció en la ocasión.

Los químicos, hasta 1860, utilizaban tanto los pesos atómicos como los equivalentes, y los términos “átomo” y “equivalente” eran usados como sinónimos toda vez que no existía un acuerdo general sobre el método que debía seguirse para derivar lo que llamamos “pesos atómicos” a partir de los equivalentes. Para que esta gran dificultad pudiera ser resuelta había una necesidad imperiosa y urgente de algún método incuestionable que sirviese para hallar el número de átomos presentes en los compuestos y con éste los pesos atómicos. Un método semejante fue sugerido en 1811 por el gran químico italiano Carlo Amadeo Avogadro (1776-1856) quien se basó en el descubrimiento hecho por el celebrado químico francés Joseph Louis Gay-Lussac (1778-1850) de que las substancias gaseosas se combinan siempre en proporciones simples por volumen cuando se encuentran bajo las mismas condiciones de temperatura y presión. Avogadro sugirió o mejor dicho, adoptó la hipótesis, de que volúmenes iguales de gases diferentes, si se encuentran bajo iguales condiciones de temperatura y presión, contienen igual número de moléculas, siendo ésta, i.e., la molécula, según Avogadro, la unidad más pequeña de una substancia que existe de forma separada (al menos refiriéndonos a substancias gaseosas). Una consecuencia de esta hipótesis fue que se pensara en la mayoría de los gases elementales como formados por colecciones de moléculas que a su vez consistían cada una ellas de dos átomos iguales o del mismo tipo; y utilizando o aplicando esta hipótesis se puede deducir, por ejemplo, que la forma más simple posible, y por lo tanto la más plausible, de imaginar la molécula del agua es como formada por la unión de un átomo de oxígeno con dos de hidrógeno. Por varias razones, la hipótesis de Avogadro, aunque bien conocida, no fue aceptada hasta que el brillante químico, también italiano, Estanislao Cannizzaro (1826-1910) repartió copias de un artículo suyo en apoyo de ésta en la famosa Conferencia de Karlsruhe que se llevó a cabo en 1860.

El mismo Cannizzaro expuso algunas razones por las que quizá la hipótesis de Avogadro no había podido ser aceptada. La idea de que las moléculas de los gases elementales estuviesen formadas por la unión de dos átomos idénticos era totalmente repugnante para personas como Dalton y Berzelius, quienes creían, sobre bases diferentes, que átomos de una misma especie deben repelerse mas bien que atraerse. A Dalton siempre le habían llamado la atención las mezclas de gases diferentes, especialmente la de la atmósfera terrestre. Análisis hechos a distintas alturas habían demostrado que la proporción de oxígeno a nitrógeno en la atmósfera era siempre la misma, independiente de la altura, aun cuando se sabía que el oxígeno era más denso que el nitrógeno. Para explicarlo Dalton había imaginado que los átomos de oxígeno se repelen unos a otros y que los de nitrógeno repelen a otros átomos de nitrógeno, mientras que átomos de distinta especie o de distintos gases son indiferentes unos a otros. Por otro lado, Berzelius mantenía, y apoyaba resueltamente, una teoría eléctrica sobre la atracción química: la llamada “teoría dualista”. Los átomos de hidrógeno y de oxígeno se pueden mantener juntos, según su punto de vista, debido a que uno es eléctricamente negativo mientras el otro es positivo; dos átomos positivos o dos negativos no podrían nunca formar un arreglo estable entre ellos. La dificultad de Dalton desapareció cuando su modelo estático para los gases fue reemplazado por la teoría cinética de los gases, en la que se piensa que las partículas o moléculas se mantienen en rápido y continuo movimiento, por lo que la mezcla de ellas resulta inevitable; y la de Berzelius se esfumó cuando se mostró que eran posibles otros tipos de enlaces químicos, particularmente debido a los desarrollos en la química orgánica.
Esos no eran los únicos problemas. El químico Jean-Baptiste André Dumas, quien fuera uno de los primeros en apoyar tanto el atomismo como la hipótesis de Avogadro, encontró que éstos no podían explicar sus resultados experimentales sobre las densidades de vapor del azufre. Por lo tanto él abandonó ambas, advirtiendo que en la química siempre ha sido erróneo intentar ir más allá de los datos. Para 1860 sus resultados habían sido podido ser explicados; las moléculas de vapor de azufre son muy grandes a bajas temperaturas, y se disocian en unidades más pequeñas a temperaturas más altas. Se hace necesario entonces un cuidadoso control de las condiciones experimentales para lograr valores consistentes para sus pesos moleculares. Aparte de los problemas ya mencionados surgieron muchos otros que hubo que resolver para que la teoría atómica fuese haciéndose de un lugar seguro y estable en el cuerpo del conocimiento científico.

Además, existen otros métodos para pasar de los pesos equivalentes a los pesos atómicos; uno podía usar la llamada ley de Dulong y Petit, la que relaciona los calores específicos y los pesos atómicos; o la ley de los isomorfismos, la que establece que substancias que poseen una forma cristalina similar deben poseer igual fórmula química. Pero, se sabía que ambos principios poseen excepciones. Las substancias no metales no obedecen la ley de Dulong y Petit; y un átomo de potasio puede a veces, en ciertas condiciones, reemplazar al “amonio”, un grupo de cinco átomos, en muchas sales isomorfas. Nadie sabía cuántas excepciones podrían existir en ambas leyes, por lo que tampoco se podía depender de ellas. Naturalmente, en tales circunstancias, mentes sensibles evitaban utilizar los pesos atómicos, y optaban por los equivalentes. Parecía imposible escribir fórmulas para los compuestos en la que todos lograran estar en acuerdo. Algunos utilizaban los símbolos de Berzelius para significar equivalentes, otros para significar pesos atómicos y aun otros, utilizaban símbolos “tachados con un barra” que ayudaban mas a complicar el asunto que a esclarecerlo. La lectura de los libros de química de los años 1850's producía en el lector un efecto más bien horripilante.

Las propias ideas de Dalton evolucionaron gradualmente a lo que hoy pensamos como atomismo daltoniano; pero, en 1810 él declaró su preferencia por un número considerable de elementos genuinos. El sentido del pasaje donde lo dice es obscuro, sin embargo, por el uso que hacía del término “átomo” para referirse tanto a los casos de partículas “simples” como a los de partículas “compuestas”. Los átomos de, digamos, agua, son las partículas más pequeñas de ésta, i.e., la llamada “partícula fundamental” de agua; la que generaciones posteriores llaman “molécula de agua”. Estas pueden ser divididas, pero al hacerlo cambian su carácter. Los fragmentos de un átomo de agua ya no son agua, sino oxígeno e hidrógeno. Los “átomos simples” podrían ser divisibles de una forma similar. La teoría de Dalton entonces, a duras penas puede ser considerada como una verdadera teoría de la materia después de todo; como el comentario de Lavoisier sobre los elementos, sólo demarcaba la esfera de la química. Que los átomos de los cuerpos simples no pueden ser divididos en las reacciones químicas es todo lo que los químicos debían saber. Estas átomos son los llamados “átomos químicos”; si los físicos prefieren teorizar sobre partículas más fundamentales, entonces, ése es su problema. Esta actitud era la de personas como Alexander W. Williamson (1824-1904) y Friedrich A. Kekulé (1829-1896), ambos ardientes defensores del atomismo en los debates del 1860. Los átomos químicos no diferían mucho de los equivalentes, pero tenían la ventaja de hacer posible hablar de diferentes arreglos de ellos.
La teoría atómica de Dalton dejaba entonces mucho que desear como teoría de la materia, y los físicos no parecieron, en general, tratarla como tal. En cambio buscaban, siguiendo la tradición corpuscularista, modelos atómicos simples de los cuales las propiedades físicas de las cosas, y en principio también las químicas, se sigan de éstos con el menor número posible de asunciones. Un modelo tal fue el del físico yugoslavo Roger J. Boscovich (1711-1787), empleado por Davy y por el extraordinario físico inglés Michael Faraday (1791-1867), en el cual el átomo vino a ser un mero punto sin extensión pero poseyendo inercia y rodeado de un campo de fuerza. Otro fue la teoría de los vórtices del físico inglés William Thomson (1824-1907), también conocido como Lord Kelvin, quien imaginaba al átomo como una especie de remolino o vórtice que giraba eternamente en el supuesto éter; este modelo del átomo era el que generalmente se aceptaba para 1880 y del que se decía que podía reclamar que lograba ajustarse a todos los datos conocidos hasta entonces. Otra visión anterior, relacionada con la de Boscovich, pero que requería más de un tipo de átomo, era la del físico italiano Fabrizio Mossotti. En su versión, Mossotti proponía la existencia de dos tipos de átomos: átomos de materia y átomos de éter; y se alegaba que átomos del mismo tipo se repelen mientras que los de distinto tipo se atraen. Se hicieron reiterados intentos por aplicar esta teoría en detalle, pero sólo se logró mostrar que para hacerlo era necesario cada vez incorporar más y más hipótesis. Ya sabemos lo que sucede cuando este es el caso.

Mientras tanto, otros físicos estaban involucrados en desarrollar un modelo dinámico para los gases, cuyas propiedades se pudieran deducir a partir de la premisa de que estaban compuestos de partículas en rápido movimiento. La primera de estas teoría fue la del físico inglés John Herapath (1790-1868), quien siguió a los corpuscularistas al proponer átomos duros. La colisiones entre cuerpos como éstos son extraordinariamente difíciles de imaginar; y los sucesores de Herapath - el escocés James J. Waterston (1811-1883), el alemán Rudolf Clausius (1822-1888) y el genial físico inglés James Clerk Maxwell (1834-1879)- utilizaron partículas elásticas. Con este modelo, una vez Maxwell introdujo los métodos estadísticos tomados de las ciencias sociales, pudo ser posible dar cuenta de las leyes de los gases, e incluso predecir nuevos fenómenos. En particular, Maxwell pudo derivar la hipótesis de Avogadro como consecuencia lógica de la teoría dinámica o cinética de los gases. Pero, eso de “partículas elásticas” no le agradaba a los puristas; se alarmaban por ellas. Se preguntaban, ¿en qué consiste su elasticidad? ¿Dónde radica tal elasticidad? Para cuerpos grandes puede darse una explicación atómica sencilla y satisfactoria de la elasticidad; los átomos son forzados a acercarse o a alejarse un poco en contra de las fuerzas repulsivas o atractivas. Pero, para átomos sin partes, esta opción no estaba disponible. Y precisamente, uno de los distintivos más agradables de los átomos tipo vórtice de Thomson era que, como anillos de humo, tal como se les concebía, eran elásticos y no duros.

En los 1860's el asunto sobre si existía o no la necesidad de una teoría atómica se puso en boga otra vez. Esta vez debido a la publicación en 1866 de la primera parte del trabajo Calculus of Chemical Operations de Benjamin Brodie. Este fue un extraordinario intento de basar la química enteramente sobre los datos, sin permitir siquiera la posibilidad de expresión hipotética. Brodie proveyó un versión no matemática de su teoría al año siguiente (ya que los detalles matemáticos de su trabajo eran muy complicados para ser seguidos por muchos) y en los debates que siguieron muchos químicos distinguidos también expresaron dudas acerca de la teoría atómica. Mientras a Brodie la teoría atómica le parecía ser sólo un engendro, a muchos otros oponentes de la teoría atómica les parecía ser una ficción moderadamente útil. Kekulé intentó refutar a Brodie; y dos años más tarde Williamson intentó un refutación a gran escala. El debate que siguió a este último trabajo reveló las mismas profundas divisiones entre los atomistas y sus oponentes no atomistas. Brodie, con su extremo positivismo, el prestigio matemático alcanzado por su Calculus, y su aparente apoyo a los creyentes en la unidad de la materia, reanimó a los no atomistas. La discusión reveló el número de distintas posiciones que se pueden asumir respecto de la realidad de las entidades teóricas.
Toda esta discusión pronto se hizo irrelevante debido a que la teoría atómica comenzó de momento a mostrar y probar que podía ser muy poderosa. Los pesos atómicos de Cannizzaro hicieron posible la Clasificación Periódica de los elementos por el gran químico ruso Dmitri I. Mendeléeff (1834-1907) en 1869. Y el isomerismo, el fenómeno de que compuestos diferentes poseen aparentemente la misma fórmula, se probó también como explicable en términos de diferentes configuraciones espaciales de átomos en los años 1860's y 1870's; esto, entre otras cosas.
Pero no todos los químicos estaban convencidos, aún con el enorme crecimiento de la utilidad de la teoría atómica. Algunos decían que el mero éxito de una teoría no era evidencia de la existencia real de las entidades hipotéticas postuladas dentro de la misma teoría. El último representante de esta escuela lo fue quizás Friedrich Wilhelm Ostwald (1853-1932), quien fuera uno de los inauguradores de la ciencia de la físico-química. Ostwald creía que la química debería basarse más en los firmes fundamentos de la termodinámica que sobre las arenas del atomismo.

Mientras tanto, las teorías de la materia de los físicos empezaron a moverse más cerca de aquéllas de los químicos; y simultáneamente los químicos comenzaron a tomar nota de la cada vez mayor evidencia proveniente de parte de la física. William Thomson, quien para sus contemporáneos era el físico más prominente de la época, describió este desarrollo; y el tema de que los químicos no deberían ignorar el trabajo de los físicos se legó a colar hasta en las cartas de algunos químicos dirigidas al Presidente de la Asociación Británica en los 1880's. Quizás el ejemplo más interesante es el dado por parte del brillante químico y físico británico William Crookes (1832-1919) descubridor de los rayos catódicos. Ochenta años antes, Davy había escrito que la electricidad podría ayudar a arrojar luz sobre la cuestión de la constitución última de la materia; pero, sus propias investigaciones con la batería voltaica no le llevaron a ninguna reducción en el número de los elementos químicos. Por el contrario, Davy llegó a ser uno de los más prolíficos descubridores de elementos nuevos. Ambos, Davy y Faraday habían hablado de la “materia radiante”, descrita por Faraday como el cuarto estado de la materia en una de sus primeras conferencias. Los otros tres estados lo eran el sólido, el líquido y el gaseoso. Es notorio el hecho de que las propiedades de los gases son más simples que las de los sólidos y líquidos; esto es, los gases tienen muchas propiedades en común, como por ejemplo, la de que todos obedecen las leyes que describen el comportamiento de los gases. Si uno pudiera someter la materia a cierta clase de tratamiento el cual la llevase al cuarto estado, entonces sus propiedades serían probablemente muy simples en realidad. El resultado de tales experimentos podría tal vez producir la famosa “materia prima” de la que hablaban los corpuscularistas.
Crookes, aunque no tenía una idea exacta respecto de la naturaleza de los rayos catódicos, creía que éstos eran el llamado “cuarto estado de la materia”. Y la profecía de Davy se cumplió; la electricidad, aplicada a muestras de gases encerrados y mantenidos a baja presión sí reveló las partículas últimas de la materia. El físico inglés Joseph J. Thomson (1856-1940) siguiendo los trabajos de Crookes, midió la razón de la “carga a la masa” de los supuestos corpúsculos que componían estos rayos, los que vinieron a ser luego identificados con las unidades de electricidad que se necesitaban para explicar las leyes de la electrólisis de Faraday y que más tarde fueron llamados “electrones”. No debemos dejar de citar el siguiente comentario de Thomson respecto de su descubrimiento: “La explicación que me parece que da cuenta de los hechos en la forma más simple y directa, está fundada en una visión que ha sido sostenida por muchos químicos: esta visión se refiere a que los átomos de los diferentes elementos químicos son agregaciones diferentes de átomos de un mismo tipo.” Los creyentes en la unidad de la materia difícilmente podrían sentirse muy insatisfechós con los modelos atómicos tanto de J. J. Thomson como del físico neozelandés Ernest Rutherford (1871-1937), en los cuales todos los átomos se construyen de sólo dos tipos materia; una positiva y una negativa. Una vez los átomos daltonianos mostraron ser divisibles, las demandas por simplicidad y armonía quedaron satisfechas. Y Crookes sugirió un mecanismo evolutivo a través del cual los átomos de los varios elementos químicos podrían haberse formado de la materia prima mientras la Tierra se fue enfriando.
En la primera década del siglo veinte, entonces, la teoría atómica se había hecho tremendamente satisfactoria para los creyentes en la unidad de la materia; y se había convertido en una teoría suficientemente poderosa como para impresionar, y convencer, a aquéllos que en 1860 la habían tratado como una mera ficción, en ocasiones útil. Positivistas como Ostwald se anclaron en la creencia de que nada puede establecer la existencia de inobservables; pero él mismo se dio la oportunidad de convencerse a sí mismo por la interpretación del Movimiento Browniano propuesta por el genial físico alemán de origen judío, Albert Einstein (1879-1955) y por el físico francés Jean B. Perrin (1870-1942). El botánico inglés Robert Brown (1773-1858) había dado su nombre al rápido movimiento azaroso que observan pequeños granos de polen suspendidos en la quieta superficie del agua.
La interpretación seguida por Einstein y Perrin fue que estos granos danzan sobre la superficie del agua debido al continuo bombardeo que sufren de parte de las moléculas de agua en su incesante movimiento. Los granos son tan pequeños tal que los impactos simultáneos de las moléculas en los diferentes lados del grano no se cancelan perfectamente; el movimiento aleatorio resulta, por lo tanto, de esta última condición. Aplicando de forma tosca la teoría cinética de los gases, Perrin fue capaz de deducir de los movimientos de los granos algunos valores numéricos para el número de Avogadro -el número de moléculas en un gramo-mol- el cual coincidió con valores para el mismo número calculados partiendo de grupos de datos de naturaleza muy diferente. El Movimiento Browniano interpretado de tal manera, parecía ser lo más cercano posible, que razonablemente puede demandarse, a la observación real de las moléculas; y como resultado muy pocos químicos continuaron manteniendo su reticencia a la teoría atómica.
¿Qué ha logrado todo un siglo de debate? Los químicos y los físicos ahora poseen una teoría común de la materia, y la química ha sido casi totalmente reducida a la física, o quizá sea mejor decir, que pronto lo sea. Esto no quiere decir que la química deje de existir, o que simplemente se convierta en una rama de la física, sino que ya no es posible para los químicos reclamar una completa autonomía para su ciencia.
Aun cuando es innegable que la teoría atómica debe mucho, ciertamente, a Dalton, la teoría que finalmente prevaleció debe mucho a los adherentes y defensores de la unidad de la materia. Es saludable recordar que la teoría atómica de la química probó ser de valor sólo cuando Cannizzaro produjo pesos atómicos que fueron generalmente aceptados, y cuando Kekulé y los químicos orgánicos introdujeron el concepto de valencia y de los enlaces de valencia dirigidos, dando con ello contenido científico a la idea de átomos arreglándose en el espacio. Los positivistas en esta historia parecen haber montado sobre el caballo equivocado; pero fueron ellos los que forzaron a los atomistas en todo momento a examinarse constantemente, y a mantener al mínimo las suposiciones y las hipótesis involucradas y utilizadas en sus teorías. La distinción entre hecho y ficción en la ciencia no es tan clara como Brodie trató de reclamar que era; pero, sí hay una distinción, y es verdaderamente valioso que se mantenga la atención sobre tal punto, y que los científicos y otros recuerden que la entidades teóricas siempre tendrán en la ciencia un lugar menos seguro que el que tendrán siempre los observables.
La serie de artículos que se estudiaron tratan de reflejar parte de todo este desarrollo a través de los ojos de los mismos que lo tuvieron a su cargo y que con sus esfuerzos contribuyeron a formarlo. Esperamos que de las lectura que se han realizado, el estudiante pueda entresacar una idea bastante clara, al menos en parte, sobre cómo es que los seres humanos nos la hemos estado arreglando para construir lo que llamamos conocimiento científico; que el estudiante pueda percibir aunque sea un poco qué es esa actividad a la que llamamos “Ciencia” y cómo es que ésta se lleva a cabo.

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